Una manera inteligente de sacarle partido a la elemental y cotidiana despensa; la lógica aplicada al aprovechamiento de lo inmediato y común. Un modo de gobernar la vida según la economía conveniente, de extraer directamente el sustento -tal que una causa/efecto- del trabajo de cada día. Detrás de la caldeirada está no solo la imaginación creativa y el sentido práctico de cada pueblo, sino también la demostración de cómo el ser humano llega a conclusiones comunes, aportando, desde los matices y la peculiaridad de las diferentes interpretaciones, una cultura compartida y compartible de la gastronomía del mar. Los gallegos tenemos la nuestra.

Caldeirada hay una -y ni siquiera, puesto que, siendo gallega, encontraremos diferencias de matiz en algunas definiciones, pero son muchas las caldeiradas o guisos similares que, con las variantes zonales y llamándose por su nombre, obedecen a un mismo concepto coquinario y culinario. Lo cierto es que los gallegos hemos hecho a nuestro modo la interpretación del popular condumio, y desde antiguo. Dicho de otro modo, que los marineros finisterraicos llegaron a la misma conclusión que otros colegas de los litorales patrios y vecinos a la hora de aprovechar el caldero -de ahí, «caldeirada», o caldereta- o el puchero para hacer comestible en él los peces que a mano venían, con el simple aditamento de una pequeña selección de ingredientes necesariamente poco perecederos y de fácil transporte.

Siendo un plato eminentemente popular -en sus orígenes, sin patata y pimentón- carece de registro y documentación escrita hasta el pasado siglo XIX, aunque tenga antecedentes en gobierno de fama como puede ser el refrito de finas hierbas llamado romesco, de origen probablemente fenicio, y la consecuente bullabesa que transcendió desde Marsella al resto del mundo. Ángel Muro, ilustre cocinero vinculado a Bouzas (Vigo) y que recoge con lujo de detalles la receta de la caldereta asturiana en «El Practicón» (1894), no menciona en cambio la gallega.

Pero aquí estaba y está el plato como expresión extendida de los platos marineros, olla condescendiente y para compartir. La primera referencia escrita la encontramos en «La Cocina antigua» de la condesa de Pardo Bazán, eso sí, «refinándole» el nombre vernáculo con el de calderada, de la que nos facilita la receta tal como la aplicaban «muchos años hace, en Sanxenxo, los marineros de un balandro pesquero»: El componente más habitual eran cabezas de merluza, el congrio, el escacho, el múgel, algún pancho, alguna dorada… Escogían pocos, no muy gordos, porque los gordos se vendían mejor; lavados y destripados, y enteros, o troceados si eran mayores, los ponían a cocer en el caldero, bajo la llama, en agua de mar. Cuando todo se había cocido quitaban la mitad de la salsa, y en una sartén hacían un refrito de ajo y cebolla picada gorda, a la cual añadían pimentón, así que enfriaba un poco el aceite, porque de otro modo se quema y pierde su hermoso color encarnado, que es la gala del guiso. Este refrito lo añadían al pescado, en la misma caldereta, incorporándolo a la salsa reducida a la mitad, como se dijo, lo dejaban al fuego un cuarto de hora,
y estaba lista la apetitosa calderada.

Lo que cae en el caldero o puchero, vale para la «caldeirada». De manera que tan «caldeirada» será el humilde y delicioso guiso hecho con pescados menudos, de los llamados de roca, tradicionalmente sin mucho o ningún valor comercial pero de claro aporte sápido, como una «caldeirada» hecha con pescados finos, planos u ovoides, provistos de adecuada textura. Tan «caldeirada» es la contundente de congrio -aporte imprescindible en la «caldeirada» para los marineros de las Rías Altas- como la de sardinilla (que los autóctonos llamamos «xoubas» o «parrochas») preferida al sur de Fisterra, o mismo la de raya en las latitudes meridionales de Portonovo o Baiona y demás puertos de la ría viguesa, como así lo acredita este poema de un siglo atrás:

¿Por qué tanto se apresta toda a xente
das dornas este día?
Porque son de Carreira
e van á festa da patrona de alí,
Virxe da Guía.
Rematan de cocé-la caldeirada,
ben feita, cuciñada entre as pedras da praia.
Tiña patacas, raia,
aceite, sal, pimento,
e non sei se algún outro condimento
¡Qué ben arrecendía todo aquelo!

Es preciso preservar la definición de la «caldeirada», (un guiso) precisión mucho más trascendente para el acervo de la cocina que la ocasional entidad del ingrediente básico utilizado. Por ello es imprescindible fijar la diferencia entre el gobierno tal como lo hemos heredado, incluso con sus concesiones interpretativas, a fin de que no se confunda definitivamente el procedimiento de la caldeirada -o sea, capas superpuestas de pescado, patatas y huerta, más un refrito por norma generalizada- con la simple adición de una ajada a un pescado cocido, que es otro plato, no «caldeirada». Subrayemos, en definitiva, el concepto: una cosa es la «caldeirada» de pescado (todo junto en su continente), y otra el pescado ‘á galega’, como se dio en llamar al pescado cocido e, inmediatamente, aliñado con una ajada. Una derivación de la receta clásica de ‘merluza a la gallega’, que ¡oh cielos!, en «La cocina antigua» de Pardo Bazán va ¡horneada!..

En este marco, hemos de considerar un segundo aporte referencial y decisivo para la documentación de la «caldeirada» como receta. José María Puga y Parga la ignora en las sucesivas ediciones de «La Cocina Práctica», el «Picadillo» que marcó el paso coquinario de la pequeña y gran burguesía gallega en la primera mitad del siglo XX, pero sí se recrea con el plato en el librito que dedica a «La Cocina popular», o sea, donde el entonces alcalde conservador herculino y hombre de pazo creía que era su sitio. La transcripción es más que una receta, la enriquece con una descripción ambiental estimulante: «La hora de cenar iba aproximándose. En la proa, Mauregato enciende el fuego sobre el que se colocó un gran recipiente rebordante de agua del mar. Los remos descansan en la borda de nuestra barca, y algunos de aquellos marineros, sin interrumpir su charla cada vez más amena, van poniendo en otro cubo las patatas que mondan y cortan con extraordinaria habilidad. Cuando el agua hierve, se le incorporan las patatas, escrupulosamente limpias, y la red, ya repleta, nos ofrece una extraordinaria variedad de pescados, de los cuales se toman los necesarios para nuestro compango, y una vez limpios y destripados, pasan a mezclarse con las patatas, que a tales horas hierven a borbotones. ‘O Parrocho’ presencia impasible la maniobra, pelando una gran cantidad de ajos y depositándolos en un gran recipiente de madera. Finalizada esta operación, abre una puertecilla colocada bajo su asiento y de allí saca un cartucho de papel amarillo y un enorme botellón. El cartucho lo vacía entero en el cuenco de los ajos, y del botellón deja salir el aceite suficiente para llenarlo. Mezclados el aceite, ajos y pimentón, y una vez cocidas las patatas y el pescado, se escurre por la borda el agua de la cocción, reservándose exclusivamente la necesaria para formar la abundante salsa añadiendo el contenido del recipiente. Un ligero ‘simielgueo’ del recipiente remata la tarea».

«Momentos después, la olla es colocada en uno de los asientos transversales de la embarcación. Alrededor de ella nos sentamos todos, unos en el suelo, otros en la borda otros en los bancos contiguos. Allí no hay manteles, ni servilletas, ni tenedores, ni fuentes, ni nada. Cada uno de los comensales tiene por todo servicio un trozo de pan que le sirve de plato y un cuchillo que hace las veces de todo lo demás. Los cuchillos penetran en el recipiente y extraen de él la tajada que cada uno cree más apetitosa y que, colocada sobre la rebanada de pan, va siendo ingerida paulatinamente y en un mutismo absoluto. Tan sólo hay una excepción, y esa excepción soy yo. ‘Me sirve de plato la tapa de la olla’, distinción de ser señorito, invitado y forastero». Otras dos recopilaciones acreditadas cierran el arco documental fiable sobre la definición de las «caldeiradas» posibles. En «La Cocina Gallega», el socorrido Álvaro Cunqueiro.